Jordi Planas Valldolí era natural de Vic, aunque según me contó, llevaba viviendo en Torrelles desde hacía seis años. Sus padres, empresarios de maquinaria pesada, le habían dejado la vieja casa familiar de verano para que el chico se independizara. A pesar de rondar la cuarentena, Jordi no había tenido muchas relaciones amorosas fructíferas. Y no tenía familia. Prefiero estar solo, me decía. No era fácil mantener una conversación con él. Acostumbrado a la soledad de su casa y de su huerto, no era un hombre de relaciones sociales. Su dejadez en lo físico, en el que destacaba su sobrepeso y una lustrosa barba mal cuidada, contrarrestaban con la dulzura de su mirada infantil y su sonrisa amable. Podríamos decir que a ojos de todos, Jordi sería lo que llamamos una buena persona. Al igual que a mí, a Jordi le habían arrebatado su casa. Se le habían colado unos chavales de no más de 20 años que habían hecho de su casa rural una rave constante. Durante un tiempo, Jordi convivió con ellos, y les cocinaba. Pero terminaron echándole. Dos de los chicos querían su habitación y se la quedaron.
A pesar de no beber a menudo, aquel día que creemos empezó todo, la noche de las cenas de empresa, Jordi se había tomado cuatro cervezas jugando a la play, su único vicio confesable. Aquello era demasiado para él y el alcohol se había instalado en su cuerpo dándole ese punto que tenía ahora. Contentillo se puso aquel día, y contentillo se había quedado. Y así es como me lo encontré yo el día que le conocí. Desorientado lejos de su casa y un poco atropellado en el habla.
Recuerdo un verano que pasé en Sitges con Elena y Marta. Marta tenía apenas 6 años y decidimos ir de camping. Pensé que tal vez en aquel camping ahora podríamos encontrar algo que nos fuera útil para nuestro viaje a Madrid. Mi intención era la de encontrar un coche que nos ayudara en el camino. No me gustaba la idea, porque la carretera era ahora mismo un lugar muy peligroso, lleno de carreras ilegales, rallies, y gente haciendo el soberano idiota con total impunidad. Pero seiscientos kilómetros hasta Madrid, eran muchos kilómetros. En el camping, no encontramos nada de comer. Ni siquiera encontramos a borrachos. Estaba ya totalmente saqueado, destruido y desierto. Pero en cambio encontramos una furgoneta de estas que parecen hippies pero que valen un dineral. Una furgoneta blanca, con prestaciones de todo tipo. Y tenía las llaves puestas. Así que decidí que era buena idea aventurarse en ella. Y arrancamos.
Cuando estábamos llegando a Lleida, sin apenas incidentes, escuché de repente una voz de chica desde la parte de atrás de la furgoneta que me dijo alto y claro: “Tú, para la furgoneta o te reviento la puta cabeza”. Tenía un bate de béisbol en la mano.