EL ÚLTIMO QUE APAGUE LA LUZ
El Cheba aterrizó en Barajas con lo puesto y caminó hasta la estación del metro rumbo a la casa de su infancia en Vallecas. Ahí todavía vivían sus padres sobre la calle Payaso Fofó frente al estadio del Rayo. En los televisores de los bares – que pronto hablarían únicamente de las naves que se acercaban a la Tierra – se observaban imágenes de los desastres que estaba causando el huracán Lisa en algunas paradisíacas islas del Caribe, aunque el título de la noticia en todos los medios era la preocupación por la posibilidad de que el fenómeno natural llegase a La Florida con capacidad de destrucción. El Cheba realizó las dos combinaciones de trenes hasta finalmente bajar en la estación Portazgo que tantas veces había transitado desde que era niño hasta abandonar Madrid.
Su madre lo recibió haciendo la señal de la cruz repetidas veces y con un abrazo tan fuerte que casi le rompe el esternón mientras le decía que lo había extrañado mucho y que su padre había bajado a comprar comida. De inmediato lo condujo hasta su habitación, la cual se mantenía intacta desde siempre, y le ofreció ropa limpia para que se cambiara.

Sobre las paredes del cuarto, cubiertas con el mismo empapelado desde los años 70, se observaban repisas desbordadas por revistas viejas, muñequitos de colección y trofeos infantiles entre pósters de Cota, de Michel, del enorme equipo del ‘89, de Bob Dylan, de Nacha Pop y de Kim Basinger en traje de baño. Todas esas imágenes estaban perfectamente pegadas como si alguien se hubiera encargado cada día de que nada cambiase a pesar de los años. Corriendo las cortinas de la ventana de su habitación se asomaban las gradas del estadio del Rayo como si fueran las montañas más hermosas del mundo. Ese era el paisaje que más había extrañado pese a haber vivido en alguna ocasión frente al mar. En el cajón de la mesa de luz, que no se atrevió a abrir, todavía estaban las dolorosas últimas cartas de Alba, su primera novia, entre papeles de liar, lápices de colores, un carnet con acné y algunas pocas pesetas en monedas.
El Cheba respiró profundo el nostálgico aroma de su infancia y recién entonces se sintió en casa. Luego se dejó caer sobre la antigua cama que mantenía el mismo acolchado rojiblanco sobre el que había caído rendido tantas madrugadas borracho y drogado buscando frenar la cabeza y el cuerpo, y al fin sintió que había terminado el viaje. Para empezar otro.
Minutos después escuchó el ruido de unas llaves y supo que su padre estaba a punto de entrar así que se incorporó de un salto para ir a saludarlo y apenas lo tuvo enfrente, Alfonso sin soltar las bolsas con comida, le dijo:
- ¿De verdad vienen los marcianos, hijo?
El Cheba no llegó a contestar.
- Da lo mismo – respondió la madre – vayamos a comer.
En menos de dos horas el búnker de Voynich estaba totalmente organizado para que 10 personas y un loro pudieran sobrevivir con todo lo necesario los días que hicieran falta. Más allá de la cama nupcial, había colchonetas, bolsas de dormir térmicas y el enorme sillón violeta que había sido reconvertido en una gran cama donde cabían por lo menos cuatro personas perfectamente cómodas una a los pies de la otra, en fila y a lo largo, como en un trencito humano de ocho metros.
La mesa de billar, pese a las furibundas quejas de la Canciller alemana que se había quedado con las ganas de jugar, fue cubierta con una madera para convertirla en una larga mesa a la que Keiko vistió con un doble mantel de seda blanco y púrpura sobre el que luego colocarían los manjares que estaban cocinando para la cena.
Los dos baños del búnker fueron repartidos de la siguiente manera. El principal para los habitantes de la mansión: Keiko, Soya, Alexandra, Mut y Voynich, mientras que el toilette secundario (que no contaba con jacuzzi pero que sí tenía ducha escocesa) fue destinado para los huéspedes pertenecientes al Comité de crisis, o sea: La Canciller alemana, Geraldine, el hombre de la NASA, el Cónsul y el General Harry Sanders.
También había sillas, poltronas, butacas y banquetas con almohadones que fueron dispuestas prolijamente alrededor de la enorme mesa. La cabecera norte se la dejaron a la Canciller para que se le pasara un poco el enojo y la cabecera sur para Keiko porque quedaba más cerca de la cocina ya que iba y venía constantemente controlando las cocciones.
Las cuatro chicas cohabitantes de Voynich le ofrecieron mucha ropa a Geraldine y a la Canciller pero mientras que a la francesa todo le quedaba perfecto y le encantaba, a la alemana apenas le cabían algunas cosas de Mut que era bastante más alta que las demás y que además tenía el cuerpo forjado por años de practicar surf.
Voynich (salvo el impecable traje blanco tipo Elvis – con flecos, tachuelas y bordados – que el científico utilizaba en sus épocas de esplendor cuando daba conferencias en las Universidades de todo el mundo) les ofreció el resto de su vestuario habitual – gris, negro y monótono – al Cónsul, a Trevor y a Harry que estuvieron conformes. Incluso también a la Canciller alemana quien tuvo que aceptar que se sentía más cómoda con la ropa que le daba el científico antes que con las modernas, coloridas y sugestivas prendas de la bella chica egipcia. El Cónsul se quedó con ganas de vestirse de Elvis.
- ¿Alguien toma mate? – preguntó Voynich mientras todos se probaban ropa, revolvían cajones e incluso se vestían con los disfraces que guardaban en el búnker para Halloween y para las celebraciones internas que organizaban los primeros sábados de cada mes Voynich y las chicas.
Como nadie supo de qué estaba hablando le respondieron que no y el científico tomó mate solo como siempre.
Las horas pasaban confusas en esa profundidad. Para algunos el tiempo transcurría lento y para otros directamente no transcurría.
- Esto me hace acordar a los casinos donde no hay relojes, ni ventanas, solamente luces de colores, ruidos y chicas en bancarrota – dijo el Cónsul un poco entusiasmado
- Exacto – contestó Trevor, el hombre de la NASA – es que está hecho a propósito para que los clientes pierdan la noción del tiempo y no se quieran volver a sus casas
- ¡Quién querría volver a su casa estando en un casino! – dijo el Cónsul riéndose
- Y si prestan atención se darán cuenta de que las fichas no tienen el número de lo que valen en dinero, eso es para que también se pierda la noción del valor de las cosas – acotó Voynich con razón – y además las alfombras o las paredes suelen ser caprichosamente coloridas y en algunos casos hasta los techos están pintados de color celeste cielo para que la mente se confunda
- ¡Ay qué ganas de jugar me dieron! – exclamó el Cónsul ante el apoyo inmediato de la alemana que golpeteaba ansiosa las yemas de sus dedos entre sí con una peligrosa ansiedad
- Bueno, si quieren podemos jugar a los dados hasta que esté lista la comida – propuso Voynich mientras abría la puerta superior de un mueble empotrado y tomaba un cubilete rosa de metal transparente que contenía 7 dados de marfil con esquinas huecas y rellenos de mercurio que estaban pintados cada uno con un color distinto del arcoíris y tenían los números marcados con puntos de zafiro. Era realmente un objeto hipnótico que daban ganas de tocar.
- Por dios, es el mejor juego de dados que vi en mi vida… – dijo maravillada Geraldine tomando el dado rojo entre sus manos y mirándolo estupefacta a trasluz.
- Si, es robado, pero es hermoso – reconoció Voynich – además no es solamente un juego de dados, sino que está fabricado con líneas neutras de diseño espacial para convertir la suerte de cada jugador en probabilidad sin interferir en lo más mínimo.
El General Sanders sonrió mordiéndose el labio inferior y negando con la cabeza mientras arqueaba las cejas y bajaba la mirada. Voynich continuó con la explicación
- La suerte no es la misma para todos, cada uno tiene una suerte distinta y este juego de dados lo único que hace es respetar la de cada jugador. Está diseñado para no igualar las suertes sino para justamente lo contrario, traducirlas fielmente al juego
- ¿O sea que el que tiene más suerte gana? – preguntó el Cónsul sorprendido
- Exacto – respondió el científico – eso es lo que tiene de especial jugar con estos dados y con este cubilete. Nada se interpone entre el resultado que obtengas y tu propia fortuna. No hay excusas.
El aroma de la comida que ya había empezado a cocinar Keiko hacía más de una hora accionaba una y otra vez el extractor de aire del búnker mientras sorteaban las parejas para el juego.
- Yo juego desde acá – gritó la chica japonesa desde la cocina – que por favor Galileo tire por mí.
Al oír esto el loro se acercó apurado a la mesa y se paró sobre el respaldo de la silla que le correspondía con la mirada atenta al sorteo de parejas que hicieron con papelitos. Toda la organización del sorteo estuvo a cargo obviamente del Cónsul que se tomó un largo tiempo para ir escribiendo prolijamente cada nombre para luego doblar el papel e introducirlo en el cubilete de la suerte real.
El primer nombre en salir fue el de Alexandra, la sueca y el segundo nombre fue el de Soya, la colombiana. Las chicas eran muy amigas, además de ser las encargadas de controlar las computadoras de la mansión, por lo tanto se pusieron realmente contentas de que la suerte también les confirmara esa unión que tenían.
La segunda pareja en conformarse fue la de Geraldine con Voynich quién le besó la mano a la secretaria del Ministro de Seguridad de Francia y le confesó que era un honor para él poder tenerla de compañera, ella devolvió el piropo poniéndose colorada.
La tercera pareja en convalidarse fue la de la Canciller con el Cónsul que se quería morir porque la alemana era muy competitiva y apenas supo que jugarían juntos lo amenazó por lo bajo para que tire bien los dados o lo ahorcaría cuando se durmiera.
Cuando salió el nombre de la bella Mut pareció que todos contenían la respiración, sobre todo el hombre de la NASA y el General Sanders que todavía no tenían pareja. Ella los miró a los dos con una sonrisa tímida mientras encogía apenas los hombros como si les pidiera disculpas. Aunque en realidad los estaba mirando con pena. Salió el nombre de Keiko y el loro festejó con un insulto irreproducible.
Por descarte entonces, la quinta pareja fue conformada por Trevor de la NASA y Harry del Ejército que en el fondo sintieron alivio porque no hubieran sabido cómo ser compañeros de Mut sin quedar como idiotas.
- Bueno – propuso el Cónsul como era habitual en él – ¿Qué les parece si les ponemos nombres a la parejas?
- “Ganar o morir” seremos nosotros – respondió la Canciller alemana sin darle tiempo al Cónsul para sugerir otro nombre menos virulento.
- “La dama y el vagabundo” – le propuso Voynich a Geraldine quien aceptó encantada
- “Las chicas del shopping” – se bautizaron Soya y Alexandra entre carcajadas
- “El Loro afortunado” – propuso Galileo y Mut asintió tirándole un beso a la distancia lo cual hizo que al loro le bajara la presión aunque fingiera a duras penas que no le pasaba nada
- ¿Y ustedes cómo se van a llamar? – preguntó Geraldine a Trevor y a Harry
- “Area 51” – respondió secamente el General Sanders, que hablaba poco, pero decía bastante.
Tras algunos minutos de deliberaciones acerca de cuál sería el premio para los triunfadores decidieron que jugarían por los lugares para dormir. La pareja ganadora lo haría en la cama nupcial con colchón especial vibrante de ultra densidad, sábanas ligeras de Mónaco y acolchado orgánico. Las 2 parejas que salieran segundas y terceras dormirían en el sillón infinito con sábanas y frazadas en línea de hotel, la cuarta pareja en sendas bolsas de dormir térmicas y el dúo que saliera último dormiría en el suelo sobre unas colchonetas finas.
Voynich le preguntó a Keiko cuánto faltaba para la cena y la chica oriental, que era chef con una estrella Michelin y se encargaba de que todos tuvieran una exquisita, saludable y balanceada alimentación en la mansión (salvo los viernes que cocinaba Voynich cosas rústicas al aire libre y los martes que hacían ayuno total) le respondió que aproximadamente faltaba 1 hora y 10 minutos para el primer plato.
- Perfecto – contestó el científico y puso a sonar el vinilo de Frank Zappa “You Are What You Is” que duraba exactamente ese tiempo según recordaba
A partir de ese momento, las eclécticas canciones que se sucedían en el fabuloso sistema polisónico polar del búnker, iban cambiando constantemente el clima del juego como si fuera una montaña rusa que viajaba por las venas de aquellos apostadores enterrados.
Mientras jugaban aprovecharon para realizarle preguntas a Voynich sobre Los Drépanos
Los primeros buenos lanzamientos fueron de la Canciller alemana que ante cada logro levantaba los brazos con la mirada perdida y se quedaba quieta, temblando en silencio. Sin embargo, estos buenos tiros, eran compensados por la mala suerte que parecía perseguir al Cónsul quien recibía la misma mirada silenciosa y tensa por parte de la alemana pero inyectada de odio y bronca.
- ¿Cómo nos vamos a comunicar con ellos cuando lleguen? – preguntó el Cónsul para quitar la atención de sus malos dados y volver al tema extraterrestre
- Bueno, depende – respondió Voynich haciéndole una mueca simpática a Geraldine – hay que ver si vienen con intenciones de comunicarse o no. Si su intención es que nos entendamos seguramente habrán tenido tiempo estos 12 años y medio para aprender nuestros idiomas. Pero si los planes son… otros, bueno, entonces no se habrán tomado el trabajo de aprender a conjugar los verbos.
El juego continuó tenso.
A los pocos minutos tomó la delantera el “Area 51”. Los lanzamientos aparatosos y torpes del hombre de la NASA (que daba la sensación de no haber jugado jamás a nada) eran acompañados por los movimientos austeros y efectivos de Sanders que parecía un cirujano.
- ¿Y tienen voces como nosotros? – preguntó Geraldine a modo de broma
- Es una pregunta muy interesante, Geri, te agradezco que la hayas hecho – contestó con cortesía el científico y ella miró a todos satisfecha – absolutamente todos los ruidos quieren decir algo, el sonido del viento nos marca su fuerza, el ruido de un motor nos habla mucho de su funcionamiento, el ladrido del perro quiere decirnos diferentes cosas, el sonido del papel al cortarse nos marca el grueso de la hoja, la intensidad del trueno nos indica la distancia del rayo y así podría continuar con ejemplos de cualquier cosa que se les ocurra. No hay sonidos en la naturaleza que no quieran decir algo. Incluso los silencios.
El General Sanders asintió con la cabeza mínimamente en un gesto de reservada admiración que siempre había tenido por Voynich quien continuó hablando.
- Los Drépanos también emitirán sonidos en forma de voces, de bits, de alaridos, de vibración, de gruñidos, de explosión, no lo sé, no importa, lo que sea que hagan querrá significar algo y será nuestro deber decodificarlo si es que ellos no nos facilitan las cosas.
Los dados cada vez pesaban más.
Los que nunca pudieron alcanzar el primer puesto en el juego fueron justamente Geraldine y Voynich que pese a los malos resultados en la mesa se felicitaban por las preguntas y las respuestas mientras se reían de su suerte y besaban el cubilete del otro antes de cada lanzamiento.
- ¿Y si no son Drépanos los que vienen? – interrumpió el General Sanders como si en verdad no fuera una pregunta
Voynich dejó la risa a un costado, lo miró a los ojos como si le estuviera respondiendo con la mirada y luego contestó en voz muy baja.
- Ojalá sean Los Drépanos… – y se levantó para dar vuelta el vinilo de Zappa
En ese momento alcanzaron el primer puesto Soya y Alexandra que a fuerza de afortunados lanzamientos consiguieron hilvanar varios aciertos en continuado que siempre celebraron abrazándose y besándose apasionadamente en la boca. Así se mantuvieron en la punta hasta casi el final, cuando Mut tomó el cubilete con sus 2 manos, lo alzó hasta la altura de su frente como si fuera un cáliz divino, lo batió con dulzura cerrando sus enormes ojos mientras su impetuosa cabellera se sacudía graciosamente en todas direcciones. Luego fue bajando el cubilete entre sus tatuajes hasta apoyarlo en su corazón durante algunos pocos segundos y enseguida los dados fueron cayendo uno sobre otro en cámara lenta marcando el récord de puntos para esa noche y dejándole servida la victoria a su compañero. El loro Galileo sin mucho preámbulo tomó con apuro el cubilete con su pico, juntó los dados con las alas, alzó el vuelo sobre la mesa y tras sacudirse en el aire para mezclarlos giró sobre sí mismo dejándolos caer en un buen tiro que les significó la victoria final.
A los festejos se sumó Keiko y entre ella y Mut besaron a Galileo una de cada lado.
La Canciller furiosa le tiró un dado por la cabeza al Cónsul y le pegó en el medio de la frente porque habían acabado últimos.
Era la hora de la comida.
En un minuto desarmaron la mesa de juego y la volvieron a convertir en la mesa para cenar con el mantel doble de seda blanco y púrpura.
Los platos que fue trayendo Keiko con la ayuda de Soya incluían canapés de pavo con caviar Kaluga, salmón ahumado montado sobre pan matzá, carne kobe, trufas negras de Borgoña, ensalada de kaki persimmon, jamón de bellota 100% ibérico, burrata y rols de manzana. Todo fue acompañado por varias botellas de champagne francés que sirvió Voynich con elegancia y que previamente hizo probar a la única francesa del refugio, Geralinde, quién reconoció que nunca había degustado un champagne tan exquisito ni siquiera viviendo en París.
De postre, la maravillosa chef oriental, trajo cheesecake de fresas, helado luminoso y una torta Pávlola con base de merengue horneado sobre la cual emergía una crema batida, chocolates y frutos rojos.
Para el final Mut preparó unos extraordinarios cócteles de verano en altísimas copas negras mientras Alexandra repartía cigarrillos de marihuana dorada y pastillas.
A esa altura la música disco inundaba el búnker con “Never can say goodbye” de Gloria Gaynor a todo volumen y las chicas bailaban solas mientras el Cónsul no paraba de contarle chistes largos y malos a la Canciller alemana para que lo perdonara por haber perdido a los dados.
- Hijo de puta – le respondió la mujer sólo moviendo los labios en la penumbra de la fiesta.
Había sido un día largo, muy largo. Estaban todos agotados y poco a poco empezaban a ser vencidos por el sueño, por lo tanto decidieron dar por terminada la jornada y acomodarse en sus lugares para dormir. Mut, Keiko y el loro en la cama nupcial, Soya, Alexandra, Voynich y Geraldine en el sillón infinito, el general Sanders y Trevor en las bolsas de dormir térmicas y Anke con el Cónsul en el suelo sobre dos colchonetas finitas. El Cónsul se puso lo más lejos que podía de ella porque le tenía miedo, sin saber que la Canciller se había guardado uno de los largos tacos de billar bajo las frazadas para tocarlo desde lejos en la oscuridad.
Cuando apagaron la música volvió a escucharse el temible huracán Lisa que parecía querer borrar la isla del mapa. El miedo los invadió por primera vez cuando descubrieron – por el sonido – que el agua había inundado la mansión y que no podrían salir. Fue entonces que antes de apagar la luz el Cónsul preguntó si alguien podía contar un cuento de las buenas noches y Voynich dijo que él podía hacerlo. Todos estuvieron de acuerdo.

- Hay un cuento que me aterra cada vez que lo recuerdo. Se titula “Muerte térmica” y todavía no está escrito. Es algo que ocurrirá irremediablemente dentro de millones de años cuando el Universo se vaya apagando. Como ustedes saben, todas las estrellas tienen un ciclo de vida al igual que los seres vivos, y ese ciclo se irá cumpliendo sin que nadie pueda detenerlo. Una a una las estrellas irán muriendo delante de los ojos de los últimos testigos. A medida que eso ocurra el Cosmos se volverá un lugar oscuro, frío y sin brillo. En ese momento ya no habrá ninguna posibilidad de vida porque no existirá ninguna fuente de energía, y sin energía no hay vida. Toda la materia existente se descompondrá inexorablemente en la materia oscura y sólo quedará una amalgama de partículas y radiación que incluso también desaparecerán con el tiempo. El cielo se irá apagando lucecita por lucecita. Este poético proceso final se llama “Muerte térmica” y ocurrirá cuando la última estrella de la última galaxia del último confín del Cosmos se apague para siempre dejando al Universo muerto, vacío y oscuro por el resto de la eternidad. Por eso hay que reírse ahora, antes de que eso pase. Buenas noches, que descansen.
Y Voynich apagó la luz.
Y con ese cuento, dormir, se pasa Voynich, ¡que mcagnífico anfitrión!!