TANQUES DE AGUA VACÍOS
Voynich desde su puesto de acompañante había logrado maniobrar el volante del camión hasta estacionarlo peligrosamente sobre la banquina contraria con algunas ruedas en el asfalto y otras en la tierra. Pereyra lloraba. El pobre intentaba disimularlo pasándose la manga de la camisa por los ojos como si se quitara una transpiración inexistente, pero en realidad lloraba porque le dolía. No era para menos; tenía quemaduras en los testículos, en las piernas y en el brazo; varios vidrios incrustados en la mano y un corte profundo en la cabeza por el que le chorreaba sangre sobre la cara. El científico trataba de calmarlo y le practicaba primeros auxilios con lo poco que hallaba en la cabina mientras le preguntaba dónde quedaba la sala médica más cercana. El camionero estaba conmovido y tardó bastante en entender exactamente dónde habían detenido el vehículo. Tras observar a los alrededores durante un rato largo, dijo con la voz entrecortada que lo más cercano que había era un pueblito del que no recordaba el nombre y que debía encontrarse a unos pocos kilómetros por delante aunque que no estaba seguro si tenía hospital, salita médica o curandero; luego se encendió un cigarrillo con esfuerzo y se recostó sobre la ventanilla a fumar agitado.
Wilfrid le explicó que las quemaduras continuaban dañando los tejidos de la piel por más que no se notara a simple vista y que por lo tanto era imperioso tratarlas cuanto antes para evitar más daños e infecciones así que se ofreció a manejar hasta el siguiente pueblito pese a que jamás había comandado un camión.
En la isla donde vivía con las chicas, a la Hummer amarilla la manejaban generalmente Soya o Alexandra, mientras que Voynich sólo conducía su vehículo favorito en el mundo: Una moto negra Harley Davidson Fat Boy con sidecar a la cual cuidaba más que a sí mismo. En el sidecar solía acompañarlo el loro Galileo a quién le había mandado a fabricar unas antiparras de aviador en miniatura iguales a las que usaba él. Comúnmente ambos se subían a la moto los sábados para ir a pasear hasta el puerto de la isla dónde compraban pescado fresco y luego volvían dando toda la vuelta por el camino de la costa hasta regresar a la mansión donde las chicas los aguardaban con aperitivos y bocaditos junto a la parrilla lista para asar el pescado. Eran tan felices que tomar conciencia lo arruinaba.

Ahora parecía otra vida. Estaba varado en la madrugada helada de una desolada ruta patagónica junto a un camionero desconocido llamado Pereyra que en cualquier otra circunstancia de la vida se hubiera negado a prestarle su camión a un maestro rural, pero que sin embargo en esta oportunidad no tenía otra alternativa porque estaba tan dolorido que no podía manejar. Además, ese campo oscuro lo aterraba tanto que sólo deseaba que cualquiera pusiera en marcha el motor para escaparse de ahí.
El científico abrió la puerta y descendió del vehículo para dar la vuelta y colocarse en el asiento del conductor mientras que Pereyra se pasó para el lado del acompañante con mucho esfuerzo pero sin bajarse.
Cuando Wilfrid colocó un pie en el suelo sintió un escalofrío en la espina dorsal que nada tenía que ver con la helada que estaba cayendo. El silencio pesado en los oídos parecía una respiración contenida en la oscuridad. La vista humana apenas podía distinguir cosas a pocos metros, sin embargo, el instinto irracional señalaba que no estaban solos en ese paraje despoblado.
Cuando Voynich pasó delante de los focos encendidos su sombra enorme se proyectó sin fondo y el silencio del campo pareció por fin quebrarse vertiginosamente desde algún punto en la penumbra. No quiso ni mirar. Apuró el paso, terminó de dar la vuelta y se subió al camión. Lo puso en marcha con la llave nerviosa y tras unas breves indicaciones del camionero, a las cuales no les terminó de prestar atención, arrancó.
Se quedaron en silencio y ambos sintieron un alivio, ese alivio que se experimenta cuando se entra a la casa de noche y se cierra por fin la puerta con llave hasta el otro día.
El ruido del motor ya no los dejó escuchar más nada.
Apenas unos segundos después, Voynich alcanzó a ver por el espejo retrovisor en la oscuridad, que la luz roja del cigarrillo que recién había tirado Pereyra hacía movimientos en el aire.
No dijo nada y aceleró.
Creo que lo mismo aplica al conurbano. De noche no pares ni para cambiar de conductor.