LOS DRÉPANOS: CAPÍTULO 33

WILDE RECOLETA

Ser anónimo en Buenos Aires es muy sencillo, solamente hay que salir a caminar por sus calles.

Apenas Voynich abrió la puerta del departamento sintió un nauseabundo olor a encierro que le estalló en el rostro como un puñetazo. De inmediato comprendió que ese sitio estaba mucho peor de lo que hubiera imaginado, que era todavía más pequeño y que evidentemente nadie lo había visitado durante los años de pandemia. Daba la sensación de que lo habían dejado como si fueran a volver al día siguiente y que no pudieron hacerlo nunca más. La enorme cantidad de boletas vencidas y cartas con aviso de cortes acumuladas en el suelo confirmaban el abandono total. No tenía luz, ni gas, pero sí tierra, humedad y telas de araña.

Para colmo ya era de noche y por eso cuando el científico abrió con mucho esfuerzo la vieja ventana que daba a la calle Uruguay, sólo consiguió que ingresara el resplandor de algunos carteles de neón, el reflejo de los faros de los autos que pasaban por ahí y el ruido constante de la avenida Córdoba con su nocturna onda verde.

Tuvo entonces que mantener la puerta del departamento abierta para iluminarlo con la luz del pasillo, pero como se apagaba cada cuarenta segundos debía entrar y salir constantemente para volver a presionar el botón rojo del interruptor. De esta incómoda manera pudo en definitiva recorrer su nuevo refugio y reconocer con la mirada lo que había en su interior: Una cama de una plaza descolada, una mesa plegable con mantel de hule, una heladera llena de hongos, una mesada con una taza de café pegoteada, una cocina engrasada con un repasador colgado, una mesita de luz con velador barato y un diminuto baño lleno de sarro con una ducha goteando. 

“He soñado con cosas peores” dijo mientras resignado cerraba la puerta y se acostaba en la cama. Estaba demasiado cansado, tenía el cuerpo acalambrado por el viaje y hacía varios días que no se bañaba.

Se durmió enseguida, pero antes le dio risa la ironía: De pronto era él ese espantoso pasajero en ningún lugar.

Muchas horas antes, cuando recién estaba amaneciendo, Voynich se encontraba frente al volante del camión recorriendo exactamente en sentido inverso el camino que habían transitado para llegar al hospital. Primero las siete cuadras por la avenida principal del pueblo, luego el sendero rural hasta la arcada y más tarde el camino provincial hasta la ruta nacional.

Con la claridad del sol, el paisaje parecía muy diferente al de la madrugada, ahora se había convertido en un sitio apacible e inocente donde se observaban vacas, caballos, pájaros y mariposas en medio del verde, el amarillo y el marrón de las distintas plantaciones en los campos alambrados. Incluso cuando volvieron a pasar por el sitio del accidente y el cigarrillo no percibieron nada especial, y menos Pereyra que ya estaba dormido. Es que entre ambos habían decidido que se alternarían en el manejo el resto del viaje así cada uno podía dormir un poco. El científico lo haría en la primera mitad del trayecto donde escaseaba el tránsito. Luego pararían a comer, a cargar gasoil y a comprar otro termo; recién entonces Pereyra volvería al mando del vehículo para conducir en el tramo final del recorrido que incluía controles policiales y el complicado entramado de rutas para ingresar a Buenos Aires.

Así lo hicieron y ambos pudieron descansar. 

A medida que se acercaban al destino la señal de la radio iba mejorando. La infame masa gris de edificios, las constantes cabinas de peajes y los cientos de autos embotellados les dieron la frenética bienvenida a Capital.

Pereyra dijo que a partir de ese momento había que manejar de verdad y pareció concentrarse en el camino por primera vez. Una tras otra fue tomando autopistas hasta bajar en el acceso sudeste. Al cabo de algunos kilómetros dobló a la derecha y condujo más despacio todavía hasta llegar a la Avenida Mitre donde finalmente dejó a Voynich en la parada del colectivo 17. Ahí le regaló una tarjeta para poder viajar, le dijo que cuando pasara por el obelisco se tenía que bajar y le anotó en un papelito su número de teléfono por si quería dejar la escuela rural y empezar a trabajar viajando con él.

  • Podríamos hacer un gran equipo, hay laburo para los dos, siempre hace falta alguien que no le tenga miedo al campo de noche, además serías como mi Mabel – le dijo en una carcajada y enseguida se puso solemne – gracias maestro, te debo una.

Wilfrid le respondió que no le debía nada y que el agradecido era él por haberlo llevado. En cuanto a la oferta laboral le dijo que lo iba a pensar, luego le extendió la mano con afecto y descendió del camión. Ya estando en la vereda se acordó de la pregunta que había quedado pendiente. Un poco por curiosidad y otro poco para que el camionero no se sintiera menospreciado:

  • Al final no me terminaste de contar: ¿Por qué se llaman los Drépanos?

A Pereyra se le iluminaron los ojos.

  • Mire maestro – le respondió desde la ventanilla – según me contaron en la parrilla del Cruce Varela, el nombre Drépano viene de un juego de palabras en inglés con dredfol, pasenyers y nower. En castellano significa algo así como que son más bravos que la mierda y que aparecen de golpe.

El científico se sorprendió con la respuesta.

Pereyra tocó bocina y se fue. Voynich se subió al 17

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3 comentarios

  1. Wilfrid debería dejar todo y volverse al hospital con la doctora. Después de todo, si es cierto lo que él piensa, al mundo no le estaría quedando mucho tiempo.