EL PROBADOR
Tanto Juana como Wilfrid tardaron bastante en entender dónde estaban porque llevaban varias horas durmiendo mal e incómodos en el auto mientras Gunter daba vueltas por la ciudad. Sin embargo, cuando bajaron confundidos del taxi, la luz del sol les perforó los ojos como un despertador de agujas que los hizo volver en sí.
El chofer inmutable se quedó esperando sin saludar, estacionado y con el motor encendido, mientras ellos cruzaban la vereda y se introducían en el enorme edificio tomados de la mano como una pareja de novios torpes pero decididos.
Adentro el mundo era otro: Música de buen día, perfumes de viaje mezclados con olor a productos de limpieza y un piso tan resplandeciente que daban ganas de pasarle la lengua. Las Galerías Pacífico acababan de abrir y todavía había muy poca gente deambulando por sus pasillos. Las persianas de los comercios recién se habían levantado y el café ya se encontraba servido en todas las tazas del lugar.
Apurando el paso, los tortolitos recorrieron sus instalaciones subiendo y bajando escaleras hasta que Juana encontró el pequeño local de ropa que buscaban. “Es acá” dijo secamente soltándole la mano a Voynich y deteniéndose delante de una vidriera que desentonaba un poco con todas las demás porque parecía estar fuera de temporada. Daba la sensación de que sus clientes vivían en otra estación del año. “Ya sabés lo que tenés que hacer” le recordó ella antes de pedirle perdón por haberlo engañado, lo hizo sin oficio, pero con cierta sinceridad. El científico aceptó las disculpas y le retribuyó el pedido de perdón como una gentileza sin sentido. Acto seguido Juana se despidió con un gesto mínimo y se marchó en dirección al taxi donde Gunter la esperaba.
Wilfrid se quedó inmóvil, mirándola alejarse hipnotizado, como si quisiera retener la matemática de sus movimientos, la geografía de su silueta o la génesis del misterio que rodeaba a esa mujer hermosa. Fue entonces cuando ella se dio vuelta sonriendo como en las películas y extendiendo el dedo mayor de su mano cerrada le dijo “Fuck you” solamente con el movimiento de sus labios.
Ahora sí era Juana.
Voynich sacudió la cabeza como si se terminara de despertar y entró al local de ropa donde detrás del mostrador un elegante joven de acento neutro lo saludó con cortesía y le preguntó qué necesitaba. Wilfrid le dio una recorrida con la mirada al pequeño negocio (como si fingiera buscar algo preciso entre tantas prendas) hasta que finalmente le contestó que quería una camisa.
- ¿De qué color? – le preguntó inmediatamente el empleado
- Negra – respondió con firmeza Voynich tras dudar algunos segundos
- ¿Negra? – se sorprendió el joven y repreguntó con cuidado – ¿Negra sola?
- Bueno… – dudó Wilfrid – negra y… roja
- ¿Negra y roja? – repitió el despachante achinando los ojos – ¿Ningún color más?
El científico suspiró fastidiado. Odiaba esa combinación, no le parecía elegante, y no encontraba en su cabeza una ocasión posible para estrenarla.
- Ok, y amarilla – dijo en voz muy baja como si le diera vergüenza pedir eso
Recién entonces el joven alzó la frente con hidalguía y antes de pasar a la siguiente etapa decidió confirmar el pedido. Su voz ya no era tan sumisa.
- ¿Entonces usted desea comprar una camisa negra, roja y amarilla?
Dicho así era demasiado para el científico que sólo atinó a afirmar con la cabeza en un gesto de resignación y timidez.
- Excelente señor Wilfrid Voynich – exclamó el joven mientras cerraba la puerta del local y daba vuelta el cartel de “Abierto” por el de “Cerrado” – a partir de este momento usted va a ser ingresado en el Programa Migra y quedará bajo nuestra total custodia por tiempo indeterminado.
El científico miró a través de la vidriera del local como si fuera lo último que vería del mundo real. Un poco de razón tenía.
- Se le asignará un nombre compuesto con el que será identificado durante los años que esté bajo nuestra responsabilidad – dijo el vendedor mientras revisaba la pantalla de una computadora y tecleaba a una velocidad asombrosa.
- ¿No puedo elegir mi nuevo nombre? – preguntó Voynich como si quisiera demostrar algo de rebeldía ante tanta eficacia corporativa
- Claro que no – respondió el joven sin mirarlo mientras esperaba algo en su computadora – el nombre que se le asigne es una combinación predeterminada de animal y color según las características de cada individuo por lo tanto no hay posibilidad de escogerlo.
- ¿Qué características?
- Bueno, son muchas – dijo el hombre restándole importancia – es sólo para nuestro sistema interno y mezcla procedencia, importancia, status, calidad, peligro de extinción, categoría, expectativa de vida, peligrosidad, etc.
- Mirá, yo no voy a estar mucho tiempo así que no se compliquen demasiado conmigo – le aclaró Voynich y el joven pareció sonreírse con ternura como si hubiera escuchado eso mil veces
- Sapo celeste
- No
- Si, sapo celeste.
- No, por favor
- Sapo… celeste – concluyó inconmovible el vendedor mirándolo a los ojos como si le pidiera que no le hiciera perder el tiempo.
Voynich infló los cachetes y arqueó las cejas abrumado mientras echaba un último vistazo con nostalgia hacia afuera del local. Los primeros clientes pasaban caminando distraídos arrastrando los pies con la boca abierta mirando vidrieras.
- Por favor, Sapo Celeste – dijo el joven – vaya hasta el último probador, cierre la puerta y deslice el espejo hacia su derecha hasta ver un salón oscuro. Introdúzcase ahí y vuelva a correr el espejo hasta oír la traba de seguridad. Aguarde tranquilo en la oscuridad hasta que sienta que lo están tocando, no se preocupe, no le van a hacer daño. Es un procedimiento de rutina.

El científico sonrió sin poder creer lo que oía, luego le extendió la mano al vendedor (quién con cortesía sólo lo saludó inclinando la cabeza) y enseguida se dirigió hasta el último de los probadores donde entró y cerró la puerta. Ahí se mantuvo durante algunos instantes haciendo caras en el espejo hasta que sintió que lo estaban observando desde todas partes. Tal vez no era cierto y en realidad estaba absolutamente solo encerrado en el probador de un negocio de ropa cualquiera creyendo en las absurdas palabras de un loco que lo había vuelto paranoico. Sin embargo, cuando apoyó las dos palmas en el vidrio haciendo un poco de fuerza hacia la derecha y el espejo comenzó a deslizarse, comprendió que la realidad acababa de cambiar para siempre. Una profunda oscuridad con olor a encierro emergió delante de sus ojos. Sólo se alcanzaban a ver unos cuantos maniquíes sombríos parados en medio de la nada, a pocos metros, ahí donde todavía la luz del probador alcanzaba a iluminarlos. Unos pocos pasos más allá la penumbra era tan profunda como aterradora. Voynich se preguntó qué sentido tenía que estuvieran esos maniquíes tenebrosos ahí parados en las sombras detrás del espejo y no tuvo respuesta. Intentó mirar más lejos, pero era inútil. Sus ojos no podían distinguir nada más allá de esas siluetas quietas. Tras unos instantes se decidió a dar un paso para adentrarse definitivamente en la oscuridad, luego giró sobre sí mismo y con esfuerzo volvió a correr el espejo hasta oír que el sonido del engranaje se completaba. Ya no había vuelta atrás y la ceguera era total; jamás en toda su vida había estado en un sitio absolutamente tan oscuro. Quiso volver a correr el espejo para obtener algo de luminosidad pero fue inútil, por más que hizo fuerza ya era imposible volver a abrirlo desde ahí. Volteó entonces el cuerpo dándole la espalda al espejo para quedar de frente a las siluetas y extendió los brazos con miedo hasta llegar a tocar algo. Sin dudas se trataba de uno de los maniquíes. Lo recorrió lentamente para confirmarlo. Deslizó con cuidado la palma de su mano por el brazo de la figura hasta llegar al cuello y luego a la boca. Ahí se detuvo tocando los labios perfectos con las puntas de los dedos hasta que sintió un terror irracional a ser mordido por el maniquí y entonces quitó la mano de golpe.
Los siguientes minutos parecieron horas y la vista no se acostumbraba a la negrura como solía ocurrir en otras ocasiones.
Ahí estaba Voynich, en un espacio sin tiempo, rodeado de siluetas tan inmóviles como él, sin saber qué tenía que esperar.
En algún momento tosió para dimensionar el eco del lugar y el sonido viajó hasta rebotar en algo. De inmediato volvió a toser y esta vez el rebote fue todavía más rápido. La tercera vez que lo hizo no tuvo dudas. Algo se estaba acercando.
Instintivamente dio un paso hacia atrás y apoyó la espalda en el espejo. En esa posición oyó como algunos de los maniquíes caían al suelo tras ser empujados.
Cuando sintió que algo lo tocaba creyó que iba a morir ahí. No le salían las palabras. Parecía estar en una de esas pesadillas en las que no se puede gritar.
Del mismo modo que él había hecho con el maniquí, ahora sentía que otras manos lo estaban reconociendo. Eran varias, no podía precisarlo. Lo tocaban con suavidad en el pecho, en la cabeza, en los genitales, en las rodillas. Voynich ni siquiera temblaba cuando oyó un susurro en el oído que le dijo:
- No te asustes, es tu velorio.
No te quejes Wilfrid. Podrías haber sido escarabajo indigo. Siempre se puede estar peor.
Esa infatigable costumbre de la oscuridad de permanecer anónima…