THE HAPPENING
Desde hacía algunos días el puesto de flores de Pancuca estaba muy desmejorado, parecía imposible a simple vista empeorar lo que siempre había sido, sin embargo para los ojos de cualquier distraído era prácticamente un puesto abandonado o arrasado, perdido en el tiempo del cine mudo con un linyera viviendo dentro. Es que él mismo estaba volviendo a tener aquel aspecto descuidado y peso excesivo que había tenido en los meses previos a entrar a prisión más de una década atrás. No era casual. Se daba cuenta pero se vestía como siempre. Con exactamente la misma ropa que cada día le quedaba un poco más ajustada; además con cada lavado la tela gastada iba perdiendo sus tonos originales convirtiendo el vestuario del florista en una masa homogénea de tonalidad indefinida. Era su uniforme. Siempre con su barba mal afeitada por más que se afeitara bien. Es que desde adolescente una sombra le nacía en los pómulos y le descendía hasta el cuello como una viruela de penumbra. Por más que sonriera Pancuca parecía triste, no está mal para un payaso de domingo a la tarde. Pero asustaba en un hombre libre.
De todos modos no era eso.
Tampoco era el óxido del metal del puesto de flores. Alguna vez, hace mucho tiempo, aburrido durante una lluvia, pensó en llamar a alguien para que emprolijara un poco los fierros porque le recordaban los barrotes de la cárcel; esos tan fáciles de cortar con la mirada y sin embargo tan sólidos como para detener los pensamientos. Quedaron así.
No era la mugre, ni siquiera esa suciedad de bordes que acumulaban años y se iban consolidando como parte de la estructura. Con un palito escarbaba de vez en cuando y quedaba peor. Algunos centímetros limpios y al lado no. Prefería dejarlo así. Porque no era eso.
Tampoco era la calidad de la cocaína que vendía (de lo mejor que se podía conseguir “al paso” en el microcentro) aunque no fuera la más pura.
Tampoco era su propio olor corporal que mezclaba, por partes iguales, transpiración con perfume fino. Una fragancia importada de la que se enamoró alguna vez y que desde entonces usa a diario. No es barata. La utilizaba el juez que le había dado ocho años. Cuando ese señor entraba al salón, todos se ponían de pie y la justicia tenía su olor. Lo odiaba, pero el perfume lo embriagaba, lo transportaba a otra vida, le encantaba. Escuchó la sentencia embelesado por ese aroma y le pareció poco. Cuando se lo llevaban esposado le alcanzó a preguntar al juez cuál era el perfume. El magistrado se lo dijo como parte de la pena, como si quisiera dejarle en claro que a eso tampoco podría acceder jamás. Se equivocó.

Lo primero que hizo Pancuca en libertad con la guita del primer robo fue comprarse ese perfume y nunca dejar de usarlo. Tampoco renunció a transpirar como un cerdo en el desierto. Y cuando subía de peso, era peor.
Doce años después ese mismo juez perdería la memoria por culpa de una especie de ACV que le dio en medio de un intento de asalto dentro de su propio auto en el estacionamiento frente a Tribunales. Cuando los policías abrieron la puerta del vehículo y lo encontraron desmayado, ese poderoso aroma concentrado les recordó a Pancuca, el dealer de la zona que obviamente todos ellos conocían. Nadie dijo nada. Pero investigando un poco se dieron cuenta de que era el mismo juez que lo había puesto preso; además el hecho había ocurrido a muy pocas cuadras de su puesto de flores por lo tanto le fueron a preguntar si sabía algo.
Incluso lo llevaron a la seccional para conversar mejor. Pancu de inmediato pidió hablar con el comisario que le liberaba la zona, pero como el caso del juez era un asunto demasiado público y pesado no lo quiso atender. Dijo que no lo conocía. Entonces el florista se puso nervioso y delante de todos amenazó a los gritos con contar el arreglo que tenían si no lo dejaban salir. “¿Qué arreglo? ¡Imbécil!” exclamó el comisario saliendo de su oficina furioso. Media hora después le hicieron un allanamiento en el puesto y le encontraron menos de lo que le pusieron.
En su casa (también allanada) quedó tirado en un rincón el frasco casi vacío del perfume. Por esos días Pancuca casi no lo usaba porque estaba esperando que algún cliente habitual, de los que les solía cambiar dólares, le trajera de regalo otro frasco al pasar por el freeshop; sin embargo con la pandemia muchos habían dejado de viajar y lo tenía que racionar.
De todos modos no era nada de eso.
El problema eran las flores. Las que no eran de plástico, claro.
Desde unos días antes del allanamiento las flores del puesto estaban comportándose de una manera extraña. Pancuca las miraba con serena preocupación, eran su coartada, no podía permitir que les cambiara el carácter. Las rosas debían comportarse como rosas, los claveles como claveles y la marihuana como marihuana. Y no. No era que se estuvieran marchitando (o tal vez también) el problema era que parecían confundidas, raras, abrumadas…
Esta actitud podía perjudicar al negocio. Así que las regó. Y las regó de nuevo. Las puso al sol. No alcanzaba. Nada alcanzaba.
Sólo las personas que hablaban con las plantas podían entender lo que sucedía.
Como Geraldine, que esa misma semana en el invierno de París, se enteró de lo que pasaba conversando con un malvón.
¡¡¡Ya quiero leer el de los aparatos electrónicos!!! ¿Algo estilo Maximun Overdrive de S.King?