LOS DRÉPANOS: CAPÍTULO 51

LA DIOSA EGIPCIA LIBERANDO AL PÁJARO SAGRADO

Galileo llevaba varios días sin hablar a pesar de que las chicas le sacaban conversación a cada rato y trataban de mostrarle cosas que le pudieran interesar, el loro no decía ni una palabra. De vez en cuando balbuceaba algún monosílabo para no ser descortés, sobre todo con Mut que incluso llegó a pasar totalmente desnuda frente a él fingiendo que no sabía que el loro estaba en la terraza donde ella tomaba sol. Pudo haber muerto el pájaro, pero no, ya ni siquiera la belleza asesina de esa mujer, que a tantas personas había enloquecido, era capaz de hacerlo reaccionar al plumífero. 

A la tristeza profunda que le había provocado la ausencia de su mejor amigo Voynich, con quien compartía caminatas, juegos y conversaciones profundas, ahora se le sumaba algo extra. Algo fuera de cálculo. Una sensación que ni él mismo podía explicar con palabras, por eso no hablaba. Se limitaba a tratar de entender.

Pasaba horas y horas en la terraza de la mansión mirando nubes. Cada tanto subía alguna de las chicas a llevarle comida o un aperitivo y entonces él agradecía con un gesto o con media palabra susurrada y continuaba en su trance melancólico.

Ante sus ojos cruzaban bandadas de gaviotas desorientadas que Galileo seguía por el rabillo del ojo sin mover la cabeza hasta perderlas en el horizonte. Incluso las alondras, esos pájaros magníficos a contra turno, volaban sin ton ni son olvidándose el recorrido poético de sus vidas; y cuando la poesía se confunde, la prosa arrasa.

A la hora de comer, el loro bajaba, sin volar, escalón por escalón, dando saltitos. Keiko le preparaba la cabecera de la mesa; ese sitio que solía ocupar ella misma cuando estaban todos presentes, incluido Wilfrid, que se sentaba a su derecha. Galileo agradecía con una sonrisa la ubicación y se sentaba a cenar. Uno a uno iban pasando los platos, desde la entrada hasta el postre, pero el pájaro apenas probaba un poco de cada uno y alejaba el plato con las alas mustias. Las chicas intentaban no decir en voz alta que desde hacía varios días no tenían noticias de Voynich en el portal de películas donde el científico solía dejarles mensajes sobre su estado. Hablaban de otras cosas, pero el loro lo intuía porque cualquiera sabe que lo importante es lo que no se dice. 

Después de cenar, Alexandra preparaba algunos de sus típicos tragos y a la copa de Galileo la cargaba con más alcohol que a las de ellas. Enseguida Soya ponía música y Mut siempre era la primera en empezar a bailar, pero lo hacía lentamente aunque el ritmo fuera rápido, la bella muchacha egipcia se movía al compás de su propia cadencia personal, como si en su cabeza sonara otra canción, una canción natural y perfecta, como ella. Era hipnótico mirarla. Nadie se atrevía a salir a la pista cuando Mut cerraba los ojos y comenzaba su danza lenta y profunda como la evolución. 

En otros tiempos, cuando todo era alegría, Galileo era el primero que rompía el hechizo y volaba feliz hasta donde estaba Mut para girarle alrededor como un satélite fascinado, dándole vueltas y vueltas a la bella entre gritos y exclamaciones de felicidad. Ella sonreía sin abrir los ojos y sin dejar de bailar, pero paulatinamente extendía los brazos juntando sus manos como si estuviera ofreciendo algo y entonces Galileo se posaba sobre las palmas suaves de las manos de Mut abriendo las alas para posar ante una cámara imaginaria componiendo entre ambos la estatua de una diosa egipcia que libera a un sagrado pájaro encerrado.

Pero ahora estaba tan triste y apesadumbrado que ni siquiera podía levantarse de la silla, apenas bebía un par de sorbos de su copa y cerraba los ojos para no mirar. 

Porque no podía cerrar su cabeza para no pensar.

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6 comentarios

  1. Zamba, te banco en todo. Pero la historia que venían extraterrestres a la tierra nunca pasó. No debería tener otro título u otra presentación esta obra?