PARA QUE LA CONSUELE DE MI PROPIA MUERTE
Esa mañana el tránsito en Madrid era un caos, pero un caos de esos que no recordaba haber visto en muchos años. Cada uno de los conductores parecía tomar la dirección equivocada provocando un atasco atrás de otro entre bocinas, frenadas repentinas y toques en los paragolpes. Los peatones intentaban cruzar por cualquier parte e insultaban a los automovilistas que daban giros fuera de la ley con tal de abandonar el encierro. Era imposible. Daba la sensación de que nadie estaba seguro de hacia dónde iba, era como si en cada esquina la duda los asaltara dejándolos inmóviles frente a una nueva encrucijada: ¿Doblar o seguir derecho? Lo mismo en cada esquina, todo el mundo.
Habitualmente en esas fechas, Madrid era bastante caótica porque la gente intentaba concluir los trámites postergados a lo largo del año. Sin embargo ahora era distinto, todos parecían haber confundido su camino o elegido un trayecto desafortunado para llegar. Sin dudas era la peor jornada posible para que el Cheba haya alquilado un auto y decidiera ir hasta el edificio donde trabajaba Alba, su ex novia. ¿Cuánto hacía que no la veía? 25 años. Esa cifra puede parecer mucho para alguien que nunca estuvo preso y puede parecer poco para alguien que tiene que estar a las 14 hs en el aeropuerto porque sale su vuelo con destino a Buenos Aires. Ahí, en Barajas, lo esperarían la Esca, Goyo Parasiempre y el resto del equipo de “Jóvenes por el Universo” que tras haber realizado decenas de manifestaciones multitudinarias en la península (con el Cheba como orador principal) ahora comenzaban la gira por Latinoamérica, llevando su mensaje conspiranoico, terraplanista y anticiencia que los había colocado en el puño de la prensa nacional e internacional como fenómeno de masas desengañadas. Es que sin lugar a dudas, en poco tiempo, los “Jóvenes por el Universo” habían conseguido crecer exponencialmente logrando nuevos adeptos en todas partes del mundo, los cuales seguían cada una de sus presentaciones a través de las redes sociales o de manera presencial. A tal punto que la masividad de sus espectáculos había llamado la atención, no solo de la prensa, sino también de marcas comerciales y partidos políticos que no dudaron en medir en encuestas a los integrantes de la organización. El que peor medía era Goyo (la gente lo desconocía o directamente lo odiaba) y el más popular era el Cheba, un completo desconocido con el que cualquier ciudadano común podía identificarse y que en pocas semanas había saltado de ser un anónimo empleado de limpieza al escenario de la fama mediática llevando la voz cantante de una generación descreída de los políticos y dispuesta a subirse a cualquier carro con tal de pertenecer a algo. A eso había que sumarle un tórrido y mediático romance con la Esca, la famosa vedette y actriz española devenida con los años en un personaje místico y new age, atravesado por juicios y cirugías, que nunca dejó de utilizar su poder de lobby para financiar esa movida circense que iba de ciudad en ciudad difundiendo la palabra iluminada de sus supuestos esclarecidos. Lo único que había detenido un poco la expansión del movimiento fueron los abrumadores resultados a favor de las vacunas durante la pandemia lo cuál les había hecho torcer el discurso afiebrado para volcarlo directamente hacia lo que en el fondo siempre había sido: Una defensa de políticas liberales con proyección de futuros candidatos. Por eso le era tan sencillo a ella conseguir que ignotas ONGs pusieran dinero blanqueado para este proyecto. Ya lo cobrarían.
Nada de eso le importaba al Cheba que en las funciones sólo hablaba de los extraterrestres que se inventaba (terminaba siendo la parte más aplaudida del show) y que había planeado con mucha pericia los movimientos de aquella mañana sin imaginarse el caos en el que se convertiría Madrid.
Con la ayuda de Goyo Parasiempre (que era bueno rastreando personas y hackeando bases de datos) había obtenido la dirección del trabajo de Alba, en un lujoso edificio frente al Palacio de Liria. El plan era esperarla en la puerta a la hora del almuerzo como si se tratase de un encuentro casual, y sin parecer desesperado, quedar para otro día si veía que la reacción de ella era favorable, luego ir hasta Barajas, devolver el coche de alquiler en las oficinas del aeropuerto y subirse al avión rumbo a Argentina con el deber cumplido. Esa estrategia le pareció correcta porque lo obligaba a no extender por demás ese delicado primer encuentro con Alba corriendo el riesgo de traicionarse por los nervios. Incluso pensó en mostrarle el billete de avión en el caso de que ella no le creyera. Es que le había mentido mucho, y aunque ya habían pasado casi 25 años, todavía sentía que ella lo consideraba un mentiroso y por lo tanto quería demostrarle que había cambiado y que estaba dispuesto a pelear por ella. Como plan B tenía pensado decirle que nunca la había olvidado, le iba a pedir perdón en general y si la conversación iba demasiado bien le intentaría dar un beso en la boca. Se entusiasmó tanto que le pareció sencillo. No era tan absurdo, la otra persona también es un humano, esa siempre es la ventaja.
Sin embargo ya era casi el mediodía y todavía se encontraba estancado en el tránsito a varias calles de su destino. Supo que debía tomar una decisión en ese mismo momento o su plan fracasaría.
En realidad, desde hacía unos días estaba seguro de que su avión se caería, más que nada era eso. Le parecía lógico que en mitad de su carrera ascendente, cuando por fin su nombre y su rostro eran conocidos después de tantas penurias (que no fueron tantas) su avión se precipitara al océano Atlántico en plana madrugada poniéndole un punto final al personaje incómodo. En esos últimos segundos durante la caída sólo lamentaría no haber ido a ver a Alba, que en su trasnochada ingenuidad adolescente, era la única mujer a la que en verdad había amado, incluso por sobre María, la madre de sus hijos. Era eso. Y tuvo la certeza de que lo era cuando abandonó el auto de alquiler en un estacionamiento cualquiera de La Latina y comenzó a correr a toda velocidad hacia el edificio donde ella trabajaba. A medida que avanzaba, los pesados años transcurridos desde aquellos primeros besos con Albita se volvían más livianos, más cortos, más olvidables, como si no hubiesen sucedido. El aire entraba a sus pulmones agitados pidiendo permiso, las piernas apuradas se tropezaban con todo y cada paso parecía ser el último de su vida. El pobre Cheba no corría a esa velocidad desde hacía mucho tiempo, quizás desde que era niño o desde que había escapado de algún asalto. Pero no importaba, ahora el tiempo era solamente esa palabra rara que iba perdiendo el sentido con el transcurrir de su carrera. De pronto, sin saber por qué, empezó a recuperar el aliento, supuso que había logrado cambiar el aire, el aire de la derrota por el mágico aire de finales de los 90, el aire de la juventud que había olvidado. Ya se sentía bien, su cabeza le decía que podía correr la distancia que quisiera, no había cansancio, no había ahogo. Pasaban las casas, los edificios, los postes de luz, los comercios, los transeúntes y los árboles a toda velocidad. Atrás quedaba el horrible Cheba en el que se había convertido desde aquella primera ruptura amorosa. Un tipo gris que no podía explicar cómo había llegado a la adultez sin logros para destacar, sin estar contento con nada de lo que hubiera conseguido más allá de sus hijos, a los cuáles con razón, no consideraba un mérito propio. Los 25 brindis de Año Nuevo habían transcurrido como un solo brindis infame, interminable, aburrido. Como si siempre hubiera brindado solo y pidiendo un deseo que no se cumpliría. Todo un Universo enorme se abría sobre su cabeza para que él recorriera siempre las mismas calles, la misma gente, el mismo miedo y la misma culpa. Ahora era distinto. Desde que había vuelto a Madrid solo pensaba en encontrarse con Alba, el resto era un excusa, lo supo siempre. Con cada paso su confianza iba en aumento, podía ser que ella lo besara de inmediato al verlo como si no se hubieran arrancado tantos almanaques en vano, hasta podía ser que ella le rogara que no se fuera al aeropuerto. Quizás también a Alba el aire de sus pulmones le había confirmado aquella mañana que les aguardaba una maravillosa oportunidad escondida en el fondo del baúl oscuro del ayer, en medio de tantas frustraciones, allá donde no nacen ni siquiera canciones.
Los últimos metros los hizo en el aire, como si recién empezara a correr, como un atleta del amor, como un rayo que no transpira, como si ya no fuera 2022 sino 1997. Con cada metro que avanzaba los modelos de los autos iban retrocediendo, las nuevas edificaciones desaparecían, los derrumbados cines donde se habían besado volvían a erigirse, sus propias arrugas se alisaban a medida que se acercaba y las canas de su cabello se pintaban de negro; los muertos estaban vivos y los vivos estaban más vivos que nunca. Casi llegando tuvo una preocupante sensación de esperanza que no recordaba haber sentido en muchos años, los viejos días en que el futuro era una promesa perfecta que se iba a cumplir sí o sí.
Llegó al portal del edificio intacto como un error. Y entonces la vio.
Un terror indescriptible le recorrió la espina dorsal al verla. Estaba igual. Exactamente igual a cuando se habían conocido y ambos tenían 17 años. Se quedó paralizado. Lo que hasta hace un segundo era magia ahora se había convertido en una maldición. Su propio juego mental de convertir el presente en el pasado para sentirse protegido se había salido de su cabeza. Ahora ella estaba indiferente delante de sus ojos, tan joven, tan igual. Parecía escapada de su recuerdo, perfecta, fuera de contexto. No tenía sentido. Algo había ocurrido en mitad de su delirio de maratonista aquella mañana en Madrid mientras la realidad se atascaba como los autos con los GPS enloquecidos, abandonados por sus satélites, indicando caminos cerrados.
Un minuto antes del infarto su corazón pasó de la ilusión al desconcierto. Ahora la respiración era imposible, el absurdo de encontrarse exactamente con la mujer que había ido a buscar lo paralizaba. Una mujer que todavía tenía 17 años como en su recuerdo.
Sintió que se ahogaba. Apoyó la espalda contra la pared sin dejar de observarla y ella lo miró indiferente, como si no lo reconociera.
La joven muchacha continuó su camino y se introdujo en el edificio donde trabajaba su madre para ir a almorzar juntas.

Todas las historias tienen un final feliz, decía Hitchcock, todo depende de donde pongas el punto final.