FATA MORGANA
Uno a uno los integrantes del Comité de Crisis fueron descendiendo con cuidado por las escaleras que conducían al búnker de la mansión donde los esperaban otras dos de las chicas que vivían con Voynich, una rubia y una morena: la sueca Alexandra y la colombiana Soya.
Entre ambas habían terminado minutos antes de bajar las provisiones de agua y de comida hasta el subsuelo junto a maletas con ropa, colchones, almohadas y otros enseres necesarios para sobrevivir ahí debajo en caso de que el huracán Lisa arrasara con las construcciones de San Salvador. A poco de bajar les contaron asustadas que ya se habían cortado las señales de televisión y de internet en la isla, que habían cerrado los aeropuertos en todo el archipiélago y que en la radio se le pedía a la población que se refugiara de inmediato porque el huracán se había vuelto impredecible aún para los meteorólogos especializados en tormentas tropicales.
Voynich las abrazó y les aseguró que no les pasaría nada porque ese lugar estaba justamente preparado para soportar los peores desastres naturales o sobrenaturales.
Keiko se sumó al abrazo múltiple y el Cónsul también.
El búnker de la mansión de Voynich era en realidad el enorme subsuelo de la casa que medía lo mismo que toda la edificación superior en cuanto a ancho y a largo. En ese lugar solían pasar muchísimo tiempo tanto las chicas como el científico porque allí habían montado una especie de playroom con mesa de billar, sistema de sonido, luces de colores, barra de tragos, mini cine y hasta un pequeño escenario con un piano y micrófono que parecía extraído de un bar en Nueva Orleans.
Hacia la izquierda, detrás de una amplia arcada romana, se encontraba la enorme y extraordinaria biblioteca de Voynich repletas de libros raros, incunables y primeras ediciones. También había ejemplares de ciencia, de mitología, de filosofía y todos los clásicos de la literatura mundial en su idioma original.
Hacia la derecha, cruzando una discreta puerta roja como si se tratase de la sospechosa entrada a un garito de callejón, se hallaba el cuarto especial con las computadoras adictas al juego que no paraban de apostar e invertir en la bolsa de valores día y noche sin apagarse jamás. De un solo golpe de vista hasta se podía llegar a creer que se veía humo de cigarrillos sobre las pantallas de esas cinco bestias metálicas con bits trasnochados junto a ceniceros rebalsados y vasos de whisky por la mitad.
Sin embargo, lo que más llamaba la atención al bajar a ese sitio tan acogedor, era una hipnótica pintura en blanco y negro de grandes proporciones que estaba colgada sobre la pared frontal en el centro del lugar. Delante de ella estaba colocado un sillón gemelo al que habían visto en el living al ingresar a la mansión, sólo que en este caso el cuero era de color violeta y no azul. En ese sillón el científico pasaba largas horas observando el misterioso cuadro tratando de entenderlo. Según sus propias palabras, ese dibujo simétrico con dos círculos perfectos con contenido de barras que se hallaban parcialmente encerrados por líneas de un solo trazo que los envolvían por arriba, por el medio y por debajo, representaba un enigma que llevaba años tratando de descubrir.

El diseño original había sido visto por primera vez tallado en una espada enterrada hacía más de tres mil años junto al cadáver de un faraón del antiguo Egipto. Lo insólito, es que según pudieron revelar los científicos cuando analizaron el hallazgo con un espectrómetro de fluorescencia de rayos X, es que la espada había sido forjada con hierro extraterrestre.
Tal vez de un meteorito o de algún otro origen desconocido.
Voynich había mandado a pintar ese cuadro para poder analizar el dibujo cada día de su vida cuando se sentara a meditar, a descansar o simplemente pensar. Llevaba años mirándolo.
Soya, la chica colombiana, se limitó a decir que para ella el incómodo diseño en el cuadro era una figura que generaba energía.
El hombre de la NASA se paró delante de la pintura con displicencia y enseguida concluyó que no significaba absolutamente nada, que valía la pena perder el tiempo y que podía ser una cara, un mapa o un trombón estirado. Sin embargo, no parecía estar tan seguro de su afirmación porque disimuladamente no dejaba de mirar el cuadro y se notaba que continuaba analizándolo para resolver el enigma antes que Voynich.
El Cónsul, tras analizar de lejos la pintura, afirmó sin dudar que podía valer más de 50 mil dólares.
El general Sanders se acercó a la pared para verla con cuidado y se alejó con un gesto serio sin decir nada.
Geraldine tocó suavemente la pintura con la yema de los dedos cerrando los ojos y tras algunos segundos dijo que le parecía hermosa.
La Canciller Alemana se acercó a la mesa de billar, agarró con firmeza uno de los tacos de madera y enseguida golpeó las bolas con una destreza que sorprendió a todos realizando una carambola extraordinaria. Luego alzó el taco sobre su cabeza de manera amenazante y aseguró que si alguno de los presentes le ganaba una partida de billar, ella se cortaba las pelotas.
Nadie le quiso jugar.
Todo el lugar estaba alfombrado con un diseño arábigo envolvente salvo un equilátero triángulo metálico en un rincón del suelo opuesto al escenario del piano. Junto a él se alzaba una plaqueta con números bastante similar a la botonera de un ascensor pero con cifras que aleatoriamente iban del cero al mil.
Desde ahí se accedía al verdadero búnker de Voynich.
Es que debajo de ese maravilloso subsuelo lleno de atracciones se encontraba un sitio todavía más profundo al que sólo accedía el científico a través de una sólida puerta con una imposible combinación de acceso. Ni siquiera las chicas sabían qué había dentro de ese lugar o cuánto medía. El científico lo había mandado a construir con un diseño de su propia autoría al poco tiempo de comprar la mansión. Lo fue edificando durante largos meses con diferentes obreros extranjeros que no se conocían entre sí para que nadie tuviera nunca el plano total de la obra en cuestión.
A veces Voynich pasaba semanas enteras sin salir de ahí abajo. De pronto emergía pálido y ausente como si hubiera sido enterrado vivo. Entonces sus cuatro amantes lo alzaban y lo bañaban con sales curativas. Lo peinaban, le recortaban la barba y lo acariciaban hasta que se dormía como un Cristo que acababa de resucitar y que estaba demasiado cansado de la muerte.
Mientras esperaban a Mut, la chica egipcia que estaba en su estudio de arte montado en el mirador de la mansión, Voynich les explicó a todos que se quedaran tranquilos porque el búnker contaba con un generador eléctrico y un hermetismo total que permitía soportar tsunamis. Además, en caso de ser necesario, se activarían dos bombas de aire conectadas a las columnas principales de la mansión que superaban los 10 metros de altura y por lo tanto no tendrían ningún inconveniente para respirar ahí abajo.
A Voynich no le inquietaba en absoluto la capacidad de daño que podía acarrear el huracán, lo que sí parecía preocuparse era el impacto que podía provocar la inusual belleza de Mut. Fue entonces que se puso serio, y minutos antes de que bajara la chica egipcia, se tomó unos momentos para advertirles a los integrantes del Comité que estuvieran preparados porque estaban a punto de conocer a una mujer que poseía una belleza tan extrema que realmente podía afectarlos. Los visitantes que le habían creído palabra por palabra la asombrosa capacidad de supervivencia que tenía el búnker ahora desconfiaban de la belleza de una muchacha. Es extraño el ser humano.
Les resultaba descabellado que alguien les advirtiera sobre el peligro de una mujer hermosa. Sin embargo, las otras tres compañeras del científico asintieron con la cabeza dándole la razón y coincidieron en que Mut poseía una hermosura tan poderosa, tan sobrehumana, tan especial, que podía enloquecer el equilibrio emocional de cualquiera o afectar el ritmo cardíaco de los que la vieran.
- Yo no voy a discutir ahora con ustedes qué es la belleza, no me importa lo que piensen sobre este asunto tan subjetivo – dijo Voynich – obviamente reconozco que la belleza no es matemática, que no es exacta y que tal vez esté más cerca de la poesía. Lo que para algunas personas puede resultar hermoso, para otras, incluso desagradable – dijo mirando al hombre de la NASA – sin embargo, aunque no nos pusiéramos de acuerdo sobre el origen de un incendio sus llamas igual serían reales, acá ocurre lo mismo. Porque si hay algo que no se puede discutir: Es lo que ocurre. Lo que funciona es porque funciona y cuando la belleza tiene un impacto demoledor es porque tiene razón. En este caso, la bella Mut, genera eso en los que la ven, sobre todo por primera vez. Una mezcla de asombro, de euforia, de éxtasis y de miedo, porque la verdadera belleza siempre esconde un porcentaje de maldad.
Todos se quedaron perturbados con las palabras de Voynich. No sabían si estaba exagerando o si realmente era una amenaza tanta belleza en una sola persona
- Mut es posiblemente la mujer más hermosa de la historia de la humanidad – continuó el científico con resignación – pero ella no lo sabe. Eso es parte del peligro y también parte del milagro. Mut es una bomba que se cree una flor.
Todos sintieron un poco de miedo.
Instantes después la deslumbrante chica egipcia apareció apenas vestida con un short deshilachado. Llevaba un collar de piedras entre sus pechos desnudos, un celular en la mano y unos auriculares blancos enredados en su exuberante cabellera. El lugar pareció estremecerse, nadie decía una palabra, ni siquiera el loro Galileo.
Mut sonrió sin esfuerzo y saludó a todos de lejos levantando apenas su mano. Nadie le devolvió el saludo.
Acto seguido la bella muchacha se acercó a Voynich y le mostró algo en el celular, posiblemente una imagen o un texto porque no había conectividad en la isla. El científico al ver la pantalla no pudo contener una carcajada aunque enseguida regresó a la seriedad absoluta.
Keiko le entregó una de las batas blancas a Mut y la chica egipcia se la colocó sin cerrar.
Era imposible sostenerle la mirada, pero era imposible no mirarla.
Fue entonces cuando la canciller alemana tomó coraje, caminó unos pasos hacia la muchacha, le acercó su cara a la de Mut y sonriendo le dijo: Me quiero morir.
Capitulón, Zamba! Esta novela se está haciendo adictiva.