Era una noche muy oscura y habían bebido demasiado. Ella iba en el asiento del acompañante riéndose de todo y él manejaba más pendiente de la bella joven que del camino. Atrás habían quedado los amigos, la casa, la fiesta, la música, la inocencia y el pasado.
Por más que él conocía muy bien ese trayecto porque lo transitaba desde la infancia, esa madrugada se equivocó.
Declararía tiempo después que no recordaba el instante preciso del accidente y que cuando se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo hizo solamente lo que se podía hacer y nada más. Durante los siguientes largos años casi no volvería a referirse al hecho, sin embargo no habría un solo día en el que aquellas imágenes terribles no volviesen a su cabeza como una encrucijada persecutoria. Como una pregunta que puede cambiar de respuesta si se insiste.
Lo cierto es que cuando el automóvil se sumergió en el lago con ellos dentro, la muerte aceleró su cuenta regresiva. El agua comenzó a entrar por todas partes; primero la sintieron en las piernas, luego en la cintura y finalmente en el cuello.
Las luces amarillentas del flamante Oldsmobile 88 continuaban encendidas bajo el agua y ese fantasmagórico efecto de iluminación era lo único que les permitía verse las caras de horror, las mismas caras que un minuto antes se reían de nada. Parecía otro mundo.
Los jóvenes intentaron con desesperación romper los vidrios de las ventanillas pero les resultaba imposible, tenían que elegir entre respirar o pensar.

Fue cuando ocurrió la mitad del milagro.
En alguno de esos segundos interminables, el hombre logró partir el cristal dándole golpes con los tacos de sus botas y de inmediato el torrente de líquido invadió hasta el último centímetro cúbico del auto. Ambos comprendieron que era el final y que el miedo siempre había sido otra cosa.
Sin embargo, aguantando la última bocanada de aire, el joven logró salir con mucho esfuerzo del coche y en ese mismo momento las luces se apagaron para siempre.
Se hizo entonces una oscuridad tan profunda que los gritos ahogados no volvieron a escucharse o simplemente dejaron de importar. Como en un cuento de terror, el muchacho debía tomar la decisión que marcaría al resto de sus días en el mismo instante en que sus pulmones se quedaban sin oxígeno.
Los años siguientes lo hallarían enterrado en vida o florecido en bronce.
Declaró que no recordaba mucho del accidente, pero mintió. Quizás lo hizo porque no quería dejar constancia en su memoria que en las profundidades de aquella madrugada oscura había dudado entre el bien y el mal.
Como cualquiera.
Sin embargo, sin aire y sin luz, el hombre volvió a ingresar al auto hundido a través de la ventanilla rota, tomó a la mujer desmayada con firmeza y nadó con ella hasta la superficie.
¡Que misterioso! Sólo diré: No hay personas extraordinarias. Sólo personas comunes a las que les ocurren cosas extraordinarias.
Me recuerda al cuento de Casciari “Ojalá seamos el pianista”. Menos mal que el final cambia. Muy bueno.
Me llama la atención un vehículo de 1988 en los tiempos post-pandemia, sólo eso aporto, lo demás muy correcto.
No es de 1988, es el nombre