LOS DRÉPANOS: NOTA AL MARGEN 3

No es tan cierto que todos los niños quieran ser astronautas por más que lo repitan automáticamente con cierta convicción cada vez que algún mayor les pregunta qué es lo que quisieran ser de adultos. En realidad nadie sabe qué quiere ser de grande, ni siquiera qué quiere ser de viejo, por lo tanto lo mejor es siempre responder “astronauta”.

¿Qué tipo de muerto te gustaría ser? Astronauta.

En realidad lo que se va perfeccionando con el correr de los años no es la certeza del deseo, sino la respuesta. Es más fácil volverse ingeniosamente impreciso que esclarecido. Es más habitual sembrar excusas que cosechar logros. Es más sencillo justificar un conformismo que explicar frustraciones.

Pero Trevor sí. Trevor lo tenía muy claro. Quería ser astronauta desde antes de la llegada del hombre a la Luna. Ese pequeño paso para la humanidad era en realidad simplemente el primer paso natural para él.

Las revistas de historietas que leía de pequeño ya marcaban dos destinos posibles para sus lectores: Astronautas o detectives privados.

Los cursos de detectives privados los dictaban siempre ex policías exonerados que les enseñaban a usar armas a desconocidos en oscuras academias montadas en algún primer piso por escalera. No eran difíciles de aprobar. Bastaba con pagar la inscripción y un día entre gallos y medianoches entrar en el negociado dejando el diezmo durante los siguientes años como cuota simbólica para la pirámide involutiva.

Todos los alumnos se recibían y luego colgaban el cuadro de detective privado donde lo viera todo el mundo.

En cambio, los cursos de astronauta los dictaba únicamente la NASA. Sin intermediarios. Había que anotarse con mucha antelación, formar la fila entre cientos de postulantes que caminaban en el aire y mirar mucho al cielo. Entre los requisitos indispensables se exigía un excelente estado físico y mental, una visión espacial de objetos y al menos un máster en matemática, física o ingeniería. En aquel momento también era necesario un título de piloto de pruebas experimental.

La edad promedio de los astronautas era de 34 años porque prevalecía la experiencia antes que la temprana juventud, sin embargo Trevor lo intentó con 25 y tenía todo a favor.

Uno a uno fue superando los desafíos físicos sin inconvenientes. Podía correr en la arena cargando un pesado traje de astronauta, soportaba cambios abruptos de velocidad en vehículos especiales e incluso aguantaba modificaciones brutales en la atmósfera en la que se encontraba sin mayores trastornos. Por supuesto contaba además con un máster en física, experiencia en vuelo, una lucidez mental asombrosa y un currículum que era la envidia de cualquier otro postulante a astronauta. Era sin dudas el mejor prospecto de su clase, sin embargo le faltaba algo. O tal vez nada. Pero no lo eligieron. A veces pasa, no hay explicación.

A pesar del doloroso rechazo la NASA le ofreció sumarse a sus filas estables pero como investigador y desarrollador ya que lo consideraban un hombre absolutamente valioso para su plantel. No iba a ser astronauta pero sí todo lo demás.

Aceptó con moderado entusiasmo y sin embargo pronto comenzó a tener una destacada participación en distintos proyectos aportando ideas, objetivos y conocimientos. Era joven y tenía ambición. A tal punto tomó preponderancia su presencia en la Administración Nacional de Aeronáutica y Espacio que con el correr de los años obtuvo por fin el logro que se encontraba en la cúspide de su carrera científica: Un puesto en el directorio de la NASA

Así pasó las siguientes décadas. Observando en las pantallas de control como despegaban una tras otra las naves desde Cabo Cañaveral hacia al cosmos.

Trevor se convirtió en una eminencia, pero en una eminencia con los pies en la tierra.

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