La madrugada anterior al concierto de Bob Dylan en aquel junio de 1984 la policía entró a la casa del Chupijo pateando la puerta y destrozando todo a su paso. Lo sacaron de la cama a palazos, lo tiraron en el suelo y lo esposaron. Antes de llevarlo a la comisaría le dieron vuelta hasta el último mueble del hogar, levantaron los pisos, tajearon los colchones y no dejaron un centímetro cuadrado sin revisar. Incluso mataron a su perro que no paraba de ladrar. En el acta de allanamiento declararon haber encontrado sólo una parte del dinero que en realidad habían secuestrado y por lo menos la mitad de la poca droga que el Chupijo tenía escondida dentro de una bolsa en el tanque de la reserva de agua del inodoro.
Dentro del móvil policial le rompieron los dientes, le quebraron un dedo y le fisuraron algunas costillas. Siempre supo que ese ensañamiento tenía que ver con no haber aceptado la oferta de algún comisario de la zona para repartir ganancias a cambio de protección como hacían muchos otros.
A esa causa por drogas le sumaron algunas otras denuncias previas por agresión en riña, resistencia a la autoridad y un robo a mano armada que no se había podido comprobar fehacientemente pero que le dieron por válido. La cuenta que hizo la jueza le dio 12 años y 7 meses en prisión.
El tiempo pasó más rápido de lo que hubiera imaginado.
Cuando salió duró poco en las calles porque le costaba entender el fin de siglo. De pronto la luminosa movida había mutado demasiado y la sentía más ajena que a los barrotes grises de Carabanchel. Es que de un día para el otro el Chupijo había pasado de ser un peso pesado con ascendencia sobre los demás presos a convertirse en un paria libre pero sin rumbo ni trabajo, al que le negaban el saludo casi todos los viejos amigos.
No tuvo tiempo ni de asimilar la realidad porque en una de esas primeras noches en libertad, mientras vigilaba a un grupo de turistas francesas y bebía demasiados tragos, discutió con un yonqui en la plaza del Dos de Mayo y sin pensarlo mucho le partió una botella de vidrio en la cabeza provocándole la muerte de inmediato ante el estupor general.
El Chupijo no estaba en condiciones ni de correr para escaparse de los 25 años a la sombra que lo esperaban cuando se le pasara la resaca.
Esta vez el tiempo pasó lento.
La segunda y última vez que volvió a la calle fue al final de la pandemia, aunque en esa oportunidad el error que cometió fue absolutamente diferente y duró menos todavía.

Volviendo a aquella madrugada del allanamiento en junio de 1984, siempre le había provocado risa recordar que la salvaje policía nunca supo que el verdadero negocio que tenía preparado esa noche no era el de la venta de drogas. Es más, el Chupijo había cambiado casi definitivamente de rubro porque con el auge de los conciertos multitudinarios post franquismo se había topado con un nuevo servicio que no era tan rentable pero que tenía menos competencia y menos riesgo: La falsificación de entradas.
Bob Dylan tocaba al día siguiente nada más y nada menos que en el estadio del Rayo Vallecano y él había invertido mucho dinero en imprimir 2 mil entradas falsas para revender en los alrededores del concierto y debía retirarlas por la mañana en una imprenta clandestina de Leganés. Por eso, mientras dos policías le partían las costillas a golpes dentro de la patrulla, él pensaba a toda velocidad en que tenía muy pocas horas para contactar a alguien de confianza que se hiciera cargo de toda la operación. La respuesta estaba soplando en el viento.
La única llamada que pudo realizar desde la comisaría no fue para su abogado sino para contactarse con un muchacho de demasiada corta edad que estaba comenzando a ganarse la confianza en ciertos circuitos del hampa con pequeños trabajitos y que aunque todavía no había dado un gran golpe contaba con una ventaja fundamental con respecto a todos los demás delincuentes que él frecuentaba: Vivía justo frente al estadio del Rayo Vallecano y por ese motivo, además de no levantar sospecha por ser casi un niño, podía saltar todos los controles de seguridad las veces que quisiera con simplemente mostrar la cédula de identidad donde figuraba su domicilio. No solamente eso, sino que también al ser socio del Rayo conocía perfectamente las instalaciones del club y sabía manejarse dentro de ellas con soltura.
Esa noche reventó de gente el estadio y dicen las crónicas periodísticas que había más personas que las que estaban permitidas. Tenían razón.
Ahhh!!!!! Y este quien es??? La trama se complica.
Mejor los golpes de los policías que los abrazos del Cheba, 😂 😂 😂