¿Por qué esta magnífica tecnología científica, que ahorra trabajo y nos hace la vida más fácil nos aporta tan poca felicidad? La respuesta es esta, simplemente: porque aún no hemos aprendido a usarla con tino. (Albert Einstein)
Hace mucho que tengo una teoría, la tecnología te acaba cobrando parte del tiempo que te hace ahorrar.
Seguramente si echáramos cálculos más precisos veríamos que la afirmación no se sostiene, lo sé, pero os prometo que es lo que he sentido mil millones de veces cuando he invertido una hora, una tarde, un día o una semana en intentar resolver un problema de algún aparato o de algún programa.
Nos hemos acostumbrado a que las cosas funcionen casi por arte de magia.
Haces click y el archivo se transforma en pdf, se comprime, se imprime o se descarga. ¿Pero qué hacer cuando algo falla? ¿Cómo lo resolvemos los que no somos Pau?
A menudo me río recordando la escena de Zoolander en la que los dos “top models” protagonistas intentan extraer los archivos de un Mac dándole golpes como si fueran simios y antes de desesperarse por completo, en un intento de autocontrol, pronuncian la maravillosa frase “Tranquilicémonos, no nos pongamos al nivel de la máquina”.
Creo que todos hemos integrado que la tecnología, cada x tiempo, nos resta horas de vida y nos desespera. En casa estuvimos más de una semana para intentar que el sistema de la autofirma funcionara en nuestros ordenadores Mac. En esos momentos la nostalgia noventera lo puede todo. Hasta te llegan a parecer maravillosas las eternas colas que hacías en algún organismo público, comparadas con la desesperación de leer el mensaje de Error del software cuando estás apunto de conseguir que se instale correctamente.
Luego, cuando anda bien, bendices haber nacido en esta era en la que se pueden firmar documentos oficiales y hacer tramites online desde cualquier rincón del universo, y todo el rencor hacia tu computadora desaparece por arte de magia.
En estos tiempos de pandemia ha sido muy frecuente que los servicios de atención al cliente se hayan mudado casi al 100% a las redes sociales, a una cuenta de mail o, como mucho, a WhatsApp. La atención telefónica va desapareciendo y quizás estemos asistiendo a un fenómeno parecido al de cuando las cabinas telefónicas se fueron eliminando de las aceras. Veremos. El tema es que muchos hemos percibido esto cómo un riesgo para los derechos como consumidor, es decir, es más complicado armar un follón telemáticamente o desahogarte como hacemos con frecuencia gritando con desesperación a otro ser humano. Pero, es lo que hay. Con eso hemos de lidiar le explicaba el otro día a mi padre, representante de una generación que asiste entre fascinada y horrorizada a todos los cambios relacionales que estamos presenciando.
En realidad, la tecnología sí nos hace ahorrar muchísimo tiempo y nos facilita infinititas gestiones, lo que ocurre es que la felicidad no es tan buena recompensa como creemos.
Cuando no consigues aprobar una asignatura la obsesión por aprobarla te persigue durante muchos meses, al menos a mí me ocurría en la universidad. Recuerdo que Economía Política, que era una de las obligatorias en primero de carrera en la Facultad de Derecho, se me atragantó. Hasta cuarto de carrera no me atreví a presentarme y conseguí, para mi sorpresa obtener muy buena nota. Pues bien, la felicidad que sentí al aprobarla y su borrachera de rigor con posterior fiesta de celebración, no compensó, en absoluto, la angustia que me acompañó tantos años por no saber cómo abordarla.
El balance entre satisfacción por el éxito y desesperación por no lograr algo sigue desnivelado, y algo me dice que no solo me ocurre a mi.
Sin embargo, no creo que importe mucho, si algo puede permitirse no ser un buen negocio, es la felicidad.