El 2020 ha sido el año de las ventanas. Ventanas emocionales, ventanas físicas y ventanas digitales. El virus nos trajo el confinamiento, y el confinamiento trajo las ventanas. Por ellas observamos, pero también nos dejamos ver.
Muchas pertenecemos a ese tipo de personas que vivíamos de puertas para adentro. Personas para las que la intimidad era sagrada y no necesitaban saber lo que pasaba en casa de nadie. Pero también éramos seres sociales. El cambio tan radical que supuso el encerrarnos en casa nos hizo darnos cuenta de que había muchas cosas que no nos hacían falta, y otras que nos hacían más falta de lo que pensábamos. De pronto nos encontramos echando de menos a gente de la que hacía meses que no nos acordábamos y eso nos volvió del revés y nos replanteamos ciertas cosas.

Para mí las ventanas del edificio de enfrente solo eran eso, ventanas. He aprendido a valorar esas aberturas, más o menos cuadradas, en la pared de ladrillo color canela que se me ofrece cuando abro las mías para ventilar, o para alegrarme la vista y el alma con mi planta de brezo silvestre y mis cactus. Antes solo veía una pared fea, con unas pocas terrazas en la parte de abajo, descuidadas y sin ningún atractivo. Llegó marzo y nos quedamos en casa. Yo me quedé en casa, y a las ocho de la tarde, puntual, abría mis ventanas y ofrecía mi casa a la vista. Para mí esto era revolucionario, porque no solo ofrecía mi casa, sino que podía entrar en casa de los demás. Y entraba, discreta y con miradas en ángulo al principio, directa y en línea recta conforme iban pasando los días.
Si alguien supo inmortalizar el espíritu de estos rincones fue el poeta Cavafis
«En estas salas oscuras, en las que paso
días opresivos, camino de un lado a otro,
buscando las ventanas. – Cuando una ventana
se abra será un consuelo. –
Pero no hay ventanas, o no logro
encontrarlas. Y tal vez sea mejor que no las encuentre.
Tal vez la luz será una nueva tiranía.
Quién sabe qué cosas nuevas mostrará.»
Nunca he sido de entretenerme mirando fuera. Siempre me ha bastado con lo que tenía dentro, y sique bastándome. Pero ahora ya no hay aplausos, ni es necesario matar el tiempo apoyada en el alféizar viendo cómo cambian día tras día las terrazas, antes frías y enlosadas, cubriéndose de verde y flores, hamacas y mesas improvisadas. Me pregunto qué será de la abuela de las dos trenzas, de la señora elegante de los geranios, la rubia de la tabla de Pilates y las mallas azul eléctrico, la pareja que jugaba al ajedrez, el niño de las pompas de jabón y los aviones de papel, el tímido que solo levantaba la persiana a mitad y aplaudía asomando unas manos enfermizas de tan blancas, el voceras de la esquina, el abuelo lector, y tantos otros. Ya no los veo nunca, da igual a qué hora abra las ventanas. Y a veces los echo de menos.
El móvil y el portátil también fueron importantes. Otro tipo de ventanas. Empezamos a llamarnos a todas horas, hacíamos videoconferencias larguísimas con las excusas más peregrinas, y necesitábamos vernos, aunque fuera en el cristal líquido de la Tablet. Esa fue una ventana aún más grande que las de las paredes de los edificios. Sobre todo para los que no tenían jardín, ni balcón, ni vistas al parque. Nos aferrábamos a todo lo que podíamos, trabajábamos más rato, o recuperábamos las clases de acuarela y nos poníamos a hacer manualidades. Nos llamábamos más y nos buscábamos más en las redes, en los vídeos y en las fotos, en los directos y las stories de Instagram. Nos instalamos Skype, Zoom y lo que fuera, con tal de poder jugar una partida de parchís con el primo de Oviedo, compartir unos saludos al sol con Marta que vive en Poznan, o cocinar una pizza un viernes por la noche con los sobrinos.
Llegó el nueve de mayo y nos dejaron salir a pasear. De golpe nos olvidamos de muchas cosas y se nos volvió a perder mucha gente. Aunque seguíamos sin poder vernos, ya no nos saludábamos de ventana a ventana, ni llamábamos tanto a nuestro amigo que vive en la otra punta del país. Se acabaron los vermuts con libros de fondo, el yoga con el grupo del cole, el té de las cinco del viernes en pijama en el sofá. Volvieron al cajón los pañuelos de colores para disimular que hacía dos meses que necesitábamos un tinte, y daba igual que siguiésemos a 2.000 km de distancia. Ahora vuelven a ser suficientes un emoticono y un audio de WhatsApp.
Quien desde fuera mira a través de una ventana abierta, jamás ve tantas cosas como quien mira una ventana cerrada. Baudelaire